Con pocos días de diferencia, dos operadores ocultos de la presidenta Cristina Fernández decidieron hacer públicas algunas de las cosas que piensan. Se trata de su hijo, Máximo Kirchner, y de su asesor todo terreno, Carlos Zannini. Distanciados por el manejo de los cambios que no prosperaron en Fútbol para Todos, parecen obligados a dar la cara, como si fueran los últimos soldados de Cristina, antes de la entrega del poder. En el caso del secretario legal y técnico de la Presidencia, la salida del clóset político vino con yapa. La semana pasada, lloró en una presentación en la Cámara de Senadores y, en las últimas horas, se presentó ante la militancia para reivindicar el controvertido y polémico discurso que el entonces presidente Néstor Kirchner pronunció el 24 de marzo de 2004, en el predio de la Escuela de Mecánica de la Armada. Como se recordará, ese día, ante la mirada atónita de León Gieco y Joan Manuel Serrat, entre otros, y después del emotivo discurso de Juan Cabandié, Kirchner pidió disculpas, en nombre del Estado, por todo lo que no se había hecho para castigar en tiempo y forma la sistemática violación de los derechos humanos durante la dictadura. Desde aquel escenario improvisado omitió, de manera ostensible, nada más y nada menos que la creación de la Conadep y el impulso que dio el presidente Raúl Alfonsín a los juicios contra las Juntas Militares.
Que el operador de Néstor y Cristina haya elegido semejante pieza oratoria para salir a la cancha de la política habla más de Zannini que del propio Kirchner. Dogmático, prepotente, dirigente mal ideologizado que se cree, en términos generales, el dueño de la verdad, para Zannini no existe más que el kirchnerismo que se pegó a las organizaciones de derechos humanos, y no valen, para el análisis histórico, ni la indiferencia ni el rechazo del ex presidente ante las Madres de Plaza de Mayo al final de la dictadura ni el aprovechamiento político que desde 2003 hizo el Gobierno de las organizaciones humanitarias para ganar elecciones, y también para hacer negocios, como el de Sueños Compartidos. Zannini, para que no quede ninguna duda, es el mismo que armó la ingeniería electoral para que Kirchner impusiera la reelección indefinida en la provincia de Santa Cruz. La misma persona que, según Luis Juez, lo contactó con Cristóbal López para que el empresario del juego y del petróleo le propusiera bancar su carrera política a cambio de instalar un casino en la ciudad de Córdoba. El mismo funcionario que quedó en un lugar demasiado incómodo al hacerse público que su hombre de confianza, Carlos Liuzzi, había llamado al juez Norberto Oyarbide para detener un allanamiento a una financiera que entregaba cheques con descuentos a empresas, organizaciones y hombres en apuros.
¿Fue la Presidenta la que lo mandó a poner la cara, después del escándalo que generó la confesión del controvertido juez federal? El próximo domingo, por televisión, en el primer programa del año de La Cornisa, se podrá ver cómo algunos empleados de esa "cueva" intentaban escapar con biblioratos en la mano. Que el juez haya considerado a Liuzzi una fuente válida para detener el allanamiento, por la sospecha de que los policías estaban pidiendo coimas para no investigar, no sirve para ocultar la impúdica injerencia de la oficina de Zannini en el corazón del Poder Judicial. En un país más o menos serio, el magistrado no duraría en su cargo ni siquiera una semana. Y el responsable de la oficina desde donde partió la llamada que detuvo la inspección debería haber presentado la renuncia en el acto. ¿Fue Cristina la que le pidió a Zannini, igual que hizo con el vicepresidente Amado Boudou, que no se escondiera y que empezara a poner la cara o fue él mismo quien tomó la decisión, para alentar la idea de una precandidatura presidencial que sólo estaría en su cabeza?
Algunos presidentes argentinos, cuando las papas queman, suelen pedirles a sus funcionarios que salgan de la oscuridad o que defiendan el buen nombre y honor que dicen que tienen. Lo hizo Alfonsín cuando transformó a Enrique "Coti" Nosiglia en su ministro del Interior, casi al final de su gobierno, del que se tuvo que ir antes de tiempo. Nosiglia era su operador político más eficiente y menos expuesto. La aceptación del ministerio, en un momento en que nadie quería asumir ningún cargo público, fue interpretada como una muestra de generosidad de Nosiglia. Pero Alfonsín también quería terminar con las habladurías de que detrás de cada decisión de Nosiglia había algo extraño o digno de ser ocultado. También lo hizo Carlos Menem cuando mandó a su asesor privadísimo Miguel Ángel Vicco al programa de Mariano Grondona para responder sobre el escándalo de la mala leche. Su performance terminó de condenarlo, así como terminó de condenar al vicepresidente Amado Boudou, frente a la sociedad, la conferencia de prensa a la que convocó, a pedido de Cristina Fernández, y con la que se cargó, de un solo movimiento, al procurador Esteban Righi, al juez Daniel Rafecas y al fiscal Carlos Rívolo.
¿Puede entonces ser interpretada la rutilante aparición de Máximo como una decisión de su madre para generar la expectativa de que el proyecto nacional y popular de matriz diversificada puede tener continuidad en el corto o mediano plazo? En la entrevista que le concedió al periodista Jorge Rial, la jefa del Estado explicó que Máximo no hablaba con periodistas para preservarse. Es decir: para evitar ser atacado. ¿Por qué entonces eligió salir a responder las preguntas de la periodista oficial Sandra Russo? ¿Es porque desea probarse como candidato a intendente de Río Gallegos? ¿Por qué quiere bajar una línea política más completa a la militancia que reconoce su liderazgo? ¿O será también porque la imagen del hijo de la Presidenta cobrando los cheques que le firmaba Lázaro Báez necesita ser reemplazada por otra, más cercana a un proyecto político que a las sospechas de corrupción? Si quiere tener algún futuro, Máximo debe ser visible, no sospechoso, y salir definitivamente del clóset político. Y debería mostrarse en público a pesar de que, en el fondo, odia la política. O, mejor dicho, todo lo que la política "le quitó". Máximo cree que "la política" provocó, por ejemplo, la temprana muerte de su padre. Entiende que también fue la política lo que enfermó y puso en serio riesgo la salud de su madre. Y es consciente de que la misma política le quitó horas, días, semanas y meses enteros a sus padres, cuando era niño, adolescente e iniciaba la adultez. De eso pueden dar fe los que presenciaron un diálogo entre el propio Máximo y Alberto Fernández, un domingo en la quinta de Olivos, mientras el entonces jefe de Gabinete dudaba entre aceptar el último café que le proponía Néstor Kirchner o ir a ver su hijo que lo estaba esperando. El ex presidente había ido a buscar una pastaflora para el postre. Máximo entró de repente y Fernández le confesó su preocupación. Entonces el hijo presidencial le aconsejó: "¡Andate a la mierda! Andate urgente a ver a tu hijo. ¿Qué hacés todavía acá? ¿Sabés el tiempo que me perdí de estar con mi papá y con mi mamá por culpa de la política?". Esas palabras fueron las que le hicieron pensar a Fernández que Máximo no era ni tan raro ni tan excepcional como muchos creían. Y que sólo se dedicaría a la política por razones extraordinarias, como mantener viva a La Cámpora o salir del lugar imaginario del chico que no se embarra y sólo maneja el dinero de la cuestionada fortuna de la familia.
Publicado en La Nación