Entre las razones que explican la derrota del Frente para la Victoria y de la Presidenta en las elecciones primarias del 11 de agosto pasado hay una que casi no fue mencionada. Se trata de la entronización de Jorge Bergoglio como obispo de Roma. En mi opinión, fue determinante. Y no sólo porque fue el hecho que terminó de decidir a Sergio Massa para presentarse como candidato y enfrentar a Cristina Fernández de Kirchner, según escribió Pablo de León en la primera biografía publicada sobre el intendente de Tigre. También, y sobre todo, porque la irrupción de la figura del Papa, en contraste con la de la jefa del Estado, provocó un cambio de humor social tan profundo que todavía perdura.

 

No es que el Santo Padre haya mandado a votar en contra del oficialismo. Tampoco que se haya dedicado a hacer campaña a favor de la decena de políticos, sindicalistas e integrantes de organizaciones gubernamentales con los que mantiene una excelente y permanente relación. Es que la coincidencia entre las palabras, los gestos y los hechos que se conocieron sobre su vida fueron tan contundentes que dejaron en una posición incómoda a la otra gran líder de la Argentina, porque iluminaron como nunca las contradicciones entre las palabras, los hechos y los actos de la Presidenta.

 

De hecho, el desbarajuste que se registró en el Gobierno cuando se supo que el papa sería Bergoglio fue bastante parecido al que ahora se percibe después de la derrota de las PASO. Primero fue el silbido "espontáneo" de los chicos de La Cámpora en Tecnópolis, al mismo tiempo que la Presidenta parecía querer sugerirle al Papa cómo gobernar el planeta. Después fue la voltereta en el aire de la Presidenta que nadie pareció comprender hasta que el filósofo oficial, José Pablo Feinmann, nos "iluminó" a todos y nos explicó que lo que estaba haciendo Cristina era "apropiarse" del Santo Padre para sacar provecho político de ese acercamiento. Más tarde, muchos de los principales funcionarios de la administración parecieron recibir un baño de religiosidad y empezaron a utilizar la palabra "milagro" y el término "gracias a Dios" como si se tratara de católicos de misa diaria. Pero, a medida que fue pasando el tiempo, la inevitable comparación entre Francisco y Cristina fue cada vez más aleccionadora. Mientras florecían anécdotas sobre Bergoglio que lo mostraban como un hombre sencillo que optó por la pobreza y la oración, Cristina Fernández aparecía descolocada. Mientras que Francisco enviaba señales contundentes para que se entendiera que la Iglesia no toleraría a los pedófilos, ni la corrupción del Banco Vaticano, ni la ostentación de sus obispos y cardenales, la Presidenta continuaba protegiendo a su vicepresidente y a los altos funcionarios sospechados de corrupción.

 

Para colmo, el Papa viajó a Río e hizo un "lío" de aquéllos. Se mostró sencillo y terrenal demasiado cerca de Buenos Aires y desplegó su carisma de manera sorprendente. Las imágenes del emotivo abrazo con un niño desbordado de emoción por ese encuentro no son algo que se pueda armar ni ensayar de antemano. En cambio, la manera en que el candidato Martín Insaurralde se robó la foto junto a la Presidenta y al propio Papa es algo que será recordado como uno de los gestos más oportunistas de la campaña pasada, por usar un adjetivo suave. El mayor contraste entre Bergoglio y Ella sucedió arriba del avión de regreso a Roma, cuando Francisco improvisó una conferencia de prensa con los periodistas que cubrían el viaje y con ocho palabras y un signo de pregunta ("¿Quién soy yo para juzgar a un gay?") no sólo desestructuró a los sectores más conservadores de la Iglesia, sino que desinfló muchos de los preconceptos que podían tener sobre el Papa los votantes que habían elegido a Cristina Fernández, entre otras cosas porque el Frente para la Victoria apoyó con energía la ley de matrimonio igualitario.

 

Aunque el factor Bergoglio no apareció en ninguna encuesta, creo que es evidente que la irrupción de su figura también se instaló en el escenario electoral. No sólo fueron la inseguridad, la instauración del cepo cambiario, la inflación, el tremendo impacto que produjo la tragedia de Once, los hechos de corrupción, el cobro del impuesto a las ganancias a millones de trabajadores, la intolerancia, la prepotencia y el hartazgo que producen diez años de gobierno del mismo signo lo que explica el hecho de que Cristina Fernández haya perdido cuatro millones de votos. También lo explica la irrupción de un argentino que, de la noche a la mañana, pareció mucho más grande que alguien a quienes sus seguidores presentaban como una dirigente que estaba por encima de todos y de todas, una estadista insuperable que había enfrentado y doblegado a "los medios hegemónicos", "las corporaciones", "los grupos concentrados" y a todos los dirigentes políticos de la oposición.

 

Y lo peor, o lo mejor de todo, es que, para lograrlo, Francisco no tuvo que ponerse una máscara, colocarse un disfraz o transformarse en otra cosa. El que pagó la cuenta de la residencia donde se hospedó en el centro de Roma es el mismo que tomaba el colectivo 70 para ir del arzobispado a la villa 21-24. El papa que lavó los pies a varios jóvenes que cometieron delitos en el centro de Roma es el mismo que se los lavó varias veces a chicos que delinquieron en la ciudad de Buenos Aires. El que le dio una silla y un sándwich a un guardia suizo que encontró cansado es el mismo sacerdote que cocinaba para sus amigos y sus asistentes. El que responde decenas de cartas de gente desconocida y sufriente que le escribe al Vaticano es la misma persona que tomaba el teléfono y llamaba para hablar con alguna autoridad política, sindical o empresarial. En el medio de la campaña, Cristina quiso, de manera consciente o inconsciente, emparentar al Papa con el ex presidente Néstor Kirchner cuando, en medio del aluvión espiritual de Río, recordó: "Él también les dijo que transgredan, que salgan a la calle". Sus asesores de marketing, además, intentaron pegar la figura de la Presidenta con la de Francisco, cuando empapelaron las calles de la ciudad de Buenos Aires con la recordada foto de la entrega del mate. La movida resultó un fracaso: no se puede instalar en cinco minutos lo que no se ha sembrado en toda una vida.

 

Publicado en La Nación