Contra el odio. Contra la reelección. Por más democracia. Contra la inflación. Contra la inseguridad. Contra la corrupción. Unidos y en libertad.

Ésas son las ideas básicas con las que hoy miles de argentinos van a salir a las calles para manifestarse contra el Gobierno . Pero no contra las cosas que Néstor Kirchner y Cristina Fernández pudieron hacer bien, como dijo la Presidenta hace pocas horas, sino por las que vienen haciendo mal, como la instalación del cepo cambiario, el autoritarismo manifiesto, la torpeza de calificar a los seguidores de Hermes Binner como narcosocialistas, las declaraciones del diputado nacional y ex viceministro de Economía, Roberto Feletti ("no permitiremos que al que le sobre un peso lo convierta en dólares") y las de Diana Conti cuando confunde el respeto a la Constitución con algo que denomina "alternancia boba".

Desde el Gobierno vienen haciendo todo lo posible para neutralizar la manifestación de hoy. Sin embargo, no han hecho más que potenciarla. Los servicios de inteligencia intentaron ubicar a sus autores ideológicos con nombre y apellido. Vincularlos con la Sociedad Rural, la Fundación Pensar, Cecilia Pando, Hugo Moyano y Mauricio Macri. Sin embargo, lo máximo que han conseguido es que el senador Aníbal Fernández saliera a lanzar acusaciones al garete, sin el más mínimo sustento, sólo para poner contenta a la Presidenta, que vive su momento más difícil desde que asumió en diciembre del año pasado. Es más: las agresiones verbales a las figuras de la oposición pusieron a sus principales dirigentes en estado de alerta. El resultado fue mayor adhesión a la marcha, aunque de maneras diferentes. Macri, Elisa Carrió, José Manuel de la Sota, Francisco de Narváez y Alberto Fernández, entre otros, la apoyan, pero no van a estar allí . Hermes Binner aclaró que saldrá a la calle, pero como un ciudadano más. El gobernador Daniel Scioli y el intendente de Tigre, Sergio Massa, todavía no dijeron esta boca es mía. Y es posible que no lo hagan por ahora: entre las miles de personas que saldrán hoy a la calle están los votos que necesitan para las ambiciones presidenciales de uno y de gobernador y, eventualmente, jefe del Estado del otro.

Parte de lo que sostienen los voceros oficiales es verdad. Esta movida es menos espontánea y está más organizada que el cacerolazo del jueves 13-S . Los que la promueven son personas de carne y hueso que se mueven como peces en el agua cuando navegan por las redes sociales para interpretar los sentimientos de una parte de la sociedad.

En todo caso, ¿cuál sería al problema? ¿Acaso es un delito protestar de manera pacífica o reclamar contra las políticas que deciden los gobiernos de manera unilateral? Hasta ahora los organizadores han demostrado que son más audaces, más inteligentes y a la vez menos egocéntricos que las principales figuras políticas de la oposición. Ellos se dieron cuenta a tiempo de que debían priorizar la potencia de la convocatoria y postergar sus ambiciones personales. Por eso acordaron no dar notas a los periodistas ni aparecer en los medios. Hacer lo contrario hubiera significado minimizar la importancia de la movida y ponerse a tiro de cañón ante los ataques del Gobierno, que todavía no sabe bien a quiénes dispararles. Su manejo de las nuevas tecnologías combinado con su incipiente olfato político ha podido evitar, hasta ahora, que los desgastados ciber-k ensuciaran la convocatoria y embarraran la cancha de mala manera. Basta con recordar la confusión de fechas probables que se manejaron desde la anterior convocatoria y cómo se llegó hasta el 8 de noviembre para evitar postergaciones o superposiciones que habrían servido para neutralizar el acto.

Los organizadores de la movilización de hoy ya ganaron, más allá de la cantidad de personas que respondan al llamado. Hay varias razones que lo explican. Una es que han derrotado al miedo. Les han demostrado a muchos que critican en privado y hacen silencio público que se puede levantar la voz y poner límites a la prepotencia. Otra es que han pulverizado, con paciencia e inteligencia, al aparato oficial que trabaja a sueldo en las redes sociales y que durante los últimos años había "copado la parada". Incluso los que ahora acaban de inventar la página "8-N Yo no voy" deberán responder por la mala decisión que tomaron. El salir a decir que ellos no van a ir a ninguna parte no hará más que potenciar las ganas de hacerlo entre las personas que todavía no estaban decididas a poner el cuerpo.

Los que se encargan de medir la repercusión de la movilización sostienen que la expectativa previa es mucho más importante que la del cacerolazo anterior. En eso también el Gobierno ha estado trabajando para ellos. Al agitar el 7 de diciembre como el día en que se terminará la "cadena nacional del desánimo", ha teñido la jornada de hoy de una relevancia y una importancia política inusitadas. Quienes hoy salgan a la calle sentirán, con seguridad, que no sólo están defendiendo el derecho a comprar dólares, sino también la libertad de poder expresarse y de ser informados. El derecho de enterarse de todo lo que pasa, más allá de la versión edulcorada y feliz que suelen ofrecer los gobiernos de turno. Quizás esta última razón sea la más importante de todas.

Porque este gobierno no sólo quiere evitar que se sepa lo que sucede. También pretende hacernos creer cosas que no suceden.

Nadie quiere, por ejemplo, que la Presidenta se vaya antes de tiempo. Tampoco hay condiciones políticas para que pase algo así. Cristina Fernández de Kirchner se ha transformado en la presidenta con más poder en toda la historia reciente. De hecho y de derecho. Con mayoría parlamentaria y la caja discrecional más abultada que uno se pueda imaginar. Con un enorme poder sobre los jueces, incluida la Corte Suprema de Justicia. Con la anulación de casi todos los organismos de control que podían haber puesto límites a los delitos cometidos y por cometer. Pensar que una protesta callejera puede interrumpir su mandato y poner en riesgo el sistema democrático es, por lo menos, una exageración.

También es una exageración adjudicarle a Clarín o a Héctor Magnetto la responsabilidad de todos los males. No hay que ser un estadista para afirmar que si de un día para el otro el Grupo Clarín desapareciera, la inflación, la inseguridad, la corrupción y el autoritarismo de este gobierno no se acabarían. Al contrario: podrían crecer todavía más, a falta de un mínimo contrapeso.

Alertar sobre lo que no sucede es un viejo recurso de los regímenes totalitarios. Me sentí triste cuando leí por primera vez, en las paredes de la ciudad, la pintada "Clarín: con la democracia no se jode". No me importa la pelea de negocios que pudo haber entre el Gobierno y el grupo. Sí tengo la obligación de decir que esa leyenda es mentira. Que se parece mucho a una coartada oficial para restringir nuestra libertad de dar y recibir información.

Lo mejor que podría suceder, a partir de mañana, es que la Presidenta tomara nota de lo que le están queriendo decir los argentinos que hoy saldrán a las calles.

 

Publicado en La Nación